Saturday, January 19, 2013

Via Libre

Yo soy un pobre emigrante, como cantaba el viejo pasodoble. Bueno, ya no estoy tan escachado: hace medio año compré un cacharrito japonés con veinte años de edad, que me permite ir al trabajo, así como hacer alguna que otra diligencia. Cualquier cosa menos buscar novia, porque el aspecto del coche no se presta para impresionar a ninguna dama. Traté de comprar un seguro de colisión para mi transportador, pero desistí cuando supe que la protección costaba más que el supuesto protegido. Así quedé, conduciendo a puro riesgo de perder mi único activo, por cualquier desvarío del destino.

A pesar de la preocupación por la integridad de mi propiedad, seguí llevando una vida social dinámica. Hace alrededor de un mes, me puse a conversar con un colega hindú, emigrante también, y con gran esfuerzo entendí, que él estaba aprendiendo a conducir y ya había tomado seis lecciones, pero si continuaba el aprendizaje académico, se iba a quedar sin dinero para la compra del auto. Compadecí al muchacho y le ofrecí mis servicios avanzados de instructor gratuito. Lo llevé un sábado a un barrio apartado para que practicara, sin imaginar el desgaste nervioso que esa buena acción me causaría.

Primero, traté de enseñarle a doblar las esquinas abiertas: disminuir la velocidad hasta sentir que se controla el auto, ejecutar el giro y acelerar para salir lo antes posible de la intersección. El hindú sólo asimiló los dos últimos pasos: llegaba a la esquina sin mucho frenar, y se metía doblando en la senda contraria. Cada vez que hacía la maniobra, la parte flotante de mi virilidad se encaramaba a un lugar muy cerca de la garganta. Pienso que lo mismo ocurría con los pocos conductores que venían confiados en dirección opuesta.

Yo había notado antes que el hombre tenía algunos cables cruzados: para afirmar algo, hacía oscilar la cabeza horizontalmente, para negar, cabeceaba de arriba abajo; pero nunca imaginé que también trocaría las direcciones. Una vez le indiqué que doblase a la izquierda, pero hizo lo contrario y acabamos en una autopista algo congestionada. Yo rogué que siguiera por la senda externa hasta la próxima salida. Cuando estábamos llegando a la misma, ordené que doblara a la derecha para salir, pero el condenado, con una maniobra brusca, pasó a la senda izquierda, provocando la ira masiva y sonora de los usuarios de la carretera.

Al fin, no sé cómo, pudo llevar el coche a un lugar seguro y yo tomé el volante. Le expliqué apenado que iba a necesitar unas diez lecciones adicionales en la academia, antes de pensar siquiera en comprar el auto. No hizo caso y fue a comprarlo. Ese mismo día, al bordear girando en U un estrecho bulevar, no soltó a tiempo el volante y estrelló el coche contra el tronco de un frondoso árbol.

En el taller de reparación, prometieron devolverle el auto para el lunes próximo. Un concejal ha advertido a todos los árboles del distrito que se mantengan vigilantes.


 

1 comment:

  1. Para ser monitor de autoescuela, hay que ser un Juan sin miedo o tener nervios de acero. Muy bueno, Jorge.
    Un abrazo

    ReplyDelete